Odnośniki
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una mañana triste, de un color sucio, como envuelta en lluvia y en barro. Los cuervos pasaron por encima de nuestras cabezas lanzando gritos estridentes. Parecían lamentarse de no ver nuestros cadáveres sobre el cieno inmundo de los pantanos. Allen vio de pronto el bote en una punta próxima. -Allá está -dijo, y echó a correr. Ugarte y yo le seguimos. El bote estaba atado con una cadena. Nos quedaban dos limas, y comenzamos a limar el hierro. Tardábamos mucho. Ugarte, siempre impaciente, buscó una piedra, vino con ella, y dio tal golpe en el candado, que lo hizo saltar. Estuvo a punto de romper el bote; pero él no calculaba nada. Había dos remos. Nos metimos en la lancha y comenzamos a remar, sustituyéndonos alternativamente. Al principio, aquel ejercicio nos reanimó; pero pronto empezamos a cansarnos. Íbamos entre la bruma. A media mañana vimos que se acercaba hacia nosotros un guardacostas; retiramos los remos y nos tendimos los tres en el fondo de la lancha. Los del guardacostas no nos vieron o creyeron que se trataba de un bote abandonado, y siguieron adelante. Yo tenía un plano hecho por mí de memoria, recordando el que había en el cuerpo de guardia de los ofi- ciales del pontón. No podíamos encontrar pueblo alguno hasta recorrer, por lo menos, cinco o seis millas. Salió un momento el sol, un sol pálido, que apareció en el cielo envuelto en un halo opalino. Nos contem- plamos los tres. El aspecto que teníamos era horrible; trascendíamos al presidio; en nuestra espalda podían leerse aún los números del pontón. Cuando les hice observar esto, Ugarte y Allen se sacaron la chaqueta y con la punta de la lima quitaron los infamantes números. Yo hice lo mismo. Fuimos navegando sin alejarnos mucho de la costa; de cuando en cuando nos sustituíamos y uno des- cansaba de remar. Como habíamos perdido la costumbre, las manos se nos hinchaban y despellejaban. El país que se nos presentaba ante la vista era una tierra desolada, con colinas bajas y pantanos cerca de la costa. A lo lejos se veía el humo de alguna quinta aislada o la ruina de un castillo. Al comenzar la tarde, la bruma se apoderó del mar, y fuimos navegando a ciegas. El hambre, la sed y el cansancio nos impulsaron a acercarnos a tierra. Hacía más de veinticuatro horas que estábamos sin comer; teníamos las manos ensangrentadas. Aterramos en una playa desierta, próxima a un pueblecito que tenía su puerto. Yo había oído decir que en algunos puntos de Escocia y de Irlanda comen esas algas que se llaman lam- inarias, y era tal nuestra hambre, que intentamos tragarlas; pero fue imposible. Allen encontró unas lapas y nos llamó. Fuimos arrancándolas con la punta de la lima, y esto nos sirvió de comida para todo el día. Decidimos encallar el bote y pasar la noche en tierra. No quisimos entrar en el pueblecito con aquellas trazas, y subimos por el arenal, y escalando unas dunas, sin que nos viera nadie, nos metimos en el cementerio de la aldea, y tendidos entre dos sepulcros, resguardados del viento, pudimos descansar y dormir. A medianoche nos despertamos de hambre y de frío. Nos levantamos, salimos del cementerio y echamos a andar. -Vamos al pueblo -dijo Ugarte- a ver si encontramos algo que comer. El cielo estaba despejado y lleno de estrellas, los charcos, helados; el suelo, endurecido por la escar- cha. El viento frío soplaba con fuerza. Nos acercamos a la aldea. Era ésta de pocas casas. Los perros ladraban en el silencio de la noche. Pasamos por delante de una casita pobre con dos ventanas iluminadas. Decidimos que Allen entrara a comprar un poco de pan. Allen volvió en seguida, diciendo que no había nadie. 149 Las inquietudes de Shanti Andía Pío Baroja -¿No hay nadie? -exclamó Ugarte-. Pues mejor. Y entró y volvió al poco rato con un pan y un trozo de cecina. Estábamos convertidos en ladrones vulgares. Ugarte se dirigió al puerto. -Pero ¿a qué vamos por aquí? ¿No es mejor ir a la playa? -dije yo. -Haremos una intentona -contestó él. Llegados al puerto, se dirigió a un quechemarín que estaba atado a una argolla y bajó a él.
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