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Odnośniki

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oscuro, blando y sedentario representado por las mujeres. Cuando los hombres se
encontraban en la playa amarilla y se detenían para intercambiar sus formalidades
lacónicas, la celeridad de sus gestos era tal que por momentos parecían seguir dando
saltitos en el mismo punto, a distancia prudente del interlocutor, como si les estuviese
prohibido inmovilizarse por completo. Cuando iban, por ejemplo, de pesca en sus embarca-
ciones, atravesaban la playa corriendo, saltaban a la embarcación y se alejaban remando
con energía, hasta tal punto que en pocos minutos desaparecían entre los riachos que
formaban las islas. Era una velocidad constante, regular, de modo que parecía que hacían
todo corriendo, y cuando llegaba la noche se desplomaban sobre la tierra barrida de las
viviendas y se dormían hasta el amanecer.
Llenaban, con su ir y venir, en las mañanas soleadas, el espacio translúcido. De lo que
había pasado en los primeros días no quedaba otro rastro que algunos estropeados que se
entreveraban en la tribu. Era un pueblo urbano, trabajador, austero. Bromeaban poco y,
aparte de las criaturas, que en general jugaban en las afueras, casi nunca se reían. Las
mujeres parecían menos serias que los hombres o, tal vez, menos rígidas. La actitud de los
hombres lindaba con la hosquedad, la de las mujeres, con la resignación y con la
indiferencia. Hembras y varones parecían hacer las cosas no por gusto, sino por deber. De
la vida común, el placer parecía ausente. Que copulaban en privado lo mostraba, no la
concupiscencia de sus actos públicos, sino el vientre de las mujeres que crecía durante el
embarazo y los niños arrugados y llenos de sangre que aparecían de tanto en tanto al sol de
este mundo.
Objeto de atenciones o de indiferencia, de obsequiosidad súbita y pasajera, de demandas
incomprensibles o de desdén persistente, yo derivaba entre ellos, convencido de que lo que
parecían esperar de mí, si es que esperaban algo, no lo obtendrían con mi muerte sino más
bien con mi presencia constante y mi atención paciente a sus peroratas. De vez en cuando,
algún indio se me acercaba y, plantándose frente a mí, se embarcaba en un discurso
interminable lleno de ademanes lentos, explicativos, que se referían al horizonte, al río, a
los árboles, no sin que, por momentos, un brazo se plegara y la palma de la mano golpeara
con energía el pecho del orador, que de ese modo se designaba como el centro de ese
chorro de palabras cortas, rápidas y chillonas. Otras veces, cuando pasaba cerca de alguna
vivienda, la voz de una mujer que trabajaba a la sombra, junto a la puerta, murmurando
Def-ghi, def-ghi, con un tono suave y confidencial, me incitaba a pararme y, sin levantar la
vista de su trabajo, la mujer pronunciaba un discurso corto y preciso, y después seguía
trabajando en silencio, como si yo ya me hubiese ido, sin haberme dirigido una sola mirada.
Más expansivos, los niños a veces me seguían y me hablaban. Eran como el reverso
tumultuoso de la tribu, pero la gravedad general también los alcanzaba amortiguando su
entusiasmo.
Fueron pasando las semanas, los meses. Llegó el otoño: una tormenta barrió el verano y la
luz que apareció después de la lluvia fue más pálida, más fina y, en las siestas soleadas,
entre las hojas amarillas que caían sin parar y se pudrían al pie de los árboles, yo me que-
daba inmóvil, sentado en el suelo, soñando despierto en la fascinación incierta de lo visible.
En la luz tenue y uniforme, que se adelgazaba todavía más contra el follaje amarillo, bajo
un cielo celeste, incluso blanquecino, entre el pasto descolorido y la arena blanqueada, seca
y sedosa, cuando el sol, recalentándome la cabeza, parecía derretir el molde limitador de la
costumbre, cuando ni afecto, ni memoria, ni siquiera extrañeza, le daban un orden y un
sentido a mi vida, el mundo entero, al que ahora llamo, en ese estadio, el otoño, subía
nítido, desde su reverso negro, ante mis sentidos, y se mostraba parte de mí o todo que me
abarcaba, tan irrefutable y natural que nada como no fuese la pertenencia mutua nos ligaba,
sin esos obstáculos que pueden llegar a ser la emoción, el pavor, la razón o la locura. Y
después, cuando el sol empezaba a declinar y la costumbre me guardaba otra vez en su
contingencia salvadora, me paseaba entre los indios buscando alguna tarea inútil que me
ayudase a llegar al fin del día, para ser otra vez el abandonado, con nombre y memoria,
como una red de latidos debatiéndose en el centro del acontecer.
El invierno trajo más realidad. Alternando, escarcha y llovizna nos recordaban la
intemperie humana, incitándonos a construir mediaciones para defendernos del mundo, y la
choza, las pieles y el fuego elemental alrededor del cual nos apiñábamos, las fintas para
reencontrar el calor animal y para sobrevivir, nos ocupaban con labores precisas y nos
distraían de lo indecible. Los indios atraviesan con honor la penuria: lo poco que le [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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